Un nuevo triunfo adorna nuestra ya laureada corona de terceros clasificados en tercera división. Esta vez no fue como las demás, esta vez hubo humillación, espectáculo, alegría, y yo, para no defraudar a mi equipo, les brindé una gran victoria ante dos rivales femeninas y de gran nivel.
Estas dos mujeres, aunque con peor físico que mis dos amigas rubias, eran simpáticas y agradables y tras recibir unas zurras en el culo después de cada diana o veinte triple que hacía, me regalaron dos besos uno en cada mejilla. No tras perder nada más, sino cuando abandonaron nuestro grandioso campo de juego.
La partida empezó, pero yo comencé un poco más tarde, porque me encontraba frío, quizás ausente absorto en mis pensamientos. El brazo no me cargaba con normalidad y los dardos salían desparramados hacia todas las direcciones. Mi compañero, parásito que se aprovecha de mis tiradas, me sacaba gran ventaja y terminó dándome un severo correctivo.
Fue en ese momento, cuando herido en mi orgullo al comenzar la segunda partida, me quité la chaqueta y procedí a salvar mi honor. Tirada tras tirada fui humillando, no solo a mis rivales, sino también a mi compañero. Tal fue mi concentración, que casi terminando ya mi puntuación, sufrí una pájara, cosa que aprovechó mi compañero para igualarse a mi en puntuación.
Sin casi fuerzas ya, con lágrimas en los ojos por el sufrimiento de tener que jugar con una tendinitis en el hombro, cojo de un pie y con sobrehidratación, tiré mi último dardo. Era o la victoria y la fama o la derrota y la deshonra. El dardo surcó el aire silbando a gran velocidad, iba directo a su destino pese a las artimañas de mi compañero para humillarme, y al final, llegó a la meta soñada.
Había ganado mi partida. Aplaudido por todo el bar, incluso por mis rivales, fui sacado a hombros del bar y homenajeado por todo el barrio. Punto, set y partido
Y las churris como celebración