Cinco aguerridos guerreros liderados por una heroína nos desplazamos hasta nuestro lugar de hacer deporte para dar todo lo que llevábamos dentro. Un mes hacía de nuestro último partido que con tanta brillantez ganamos y ya teníamos mono de victoria.
Tras jugar los puntos de relleno, llegó mi gran oportunidad de jugar. Gran emoción se vivía en el club esperando la gente que volviera a brillar como estrella del equipo que soy. Enfrente y como rival, dos hermosas rubias, muy elegantes, con pintas de zorrillas, una con nariz aguileña, las dos con las piernas extremadamente delgadas y arqueadas, pero de cara... carísimas. En el trato, simplemente, sin palabras. Este par de doncellas son las que hacen verídico el mito de que las rubias son tontas. Ni un hola, ni un adiós, ni un suerte, ni darnos la mano porque yo entiendo que no les dé mucho gusto darnos dos besos, nada, ese fue mi trato con ellas.
Nunca había ganado a una pareja femenina, no sé por qué, pero me despisto con facilidad, me pierdo cuando se agachan a recoger los dardos del suelo, les miro el escote... cosas de hombres, y todo apuntaba que también íbamos a perder. Totalmente desorientado comencé la partida, la diana iba y venía, la estufa me la comí dos o tres veces, y la columna me costaba esquivarla.
Lamentablemente, una vez más, mis peores presentimientos se habían hecho realidad. Alguien había echado drogas en mi cerveza y me estaban haciendo efecto. Aún así, jaleado por el numeroso público presente y en un estado de euforia ilimitado, completé una más que digna partida llevando a nuestro equipo a la victoria en ese punto. Punto insuficiente porque se perdió el partido, pero lo importante soy yo.
Al ir a saludar a mis rivales rubias, ya no había nadie.
Cosas de rubias, pero por muy rubia que seas, no lo olvides...
Rubia de bote, chocho morenote
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